viernes, 8 de agosto de 2008

El atentado que esta vez sí, fue....

Cerca de las 10 de la mañana del 5 de julio, algunos minutos después de la inauguración de la figura de cera de Hitler en el Museo Madame Tussauds, un ciudadano del barrio de Kreuzberg, uno de los más pintorescos barrios de Berlín, apenas el segundo en la larga fila de visitantes, se dirigió a dicha figura, saltó por encima del escritorio donde se encontraba y gritó: “¡Nunca más guerra!”, y de un golpe le desprendió la cabeza. Más tarde informaron que se trata de un ex policía de 41 años, que no cuenta con antecedentes penales. El costo de la figura de cera de Hitler asciende a 200 mil euros.
20 de julio de 1944
Tras la retirada de las tropas germanas en los diferentes frentes y el fantasma de la derrota apareciendo en escena, nace la llamada conjura de los generales. El régimen nazi está en pleno naufragio, tras las debacles de Stalingrado, Kursk y Normandía. La tragedia acecha a Alemania, desgarrada los bombardeos aliados. En el estamento militar se va formando un pequeño grupo de generales anti-nazis que consideran la necesidad de eliminar a Hitler, cuyo fanatismo quiere obligar al pueblo alemán a luchar hasta su destrucción total. Después de sucesivos intentos fallidos, surge la figura de un oficial que acude regularmente a las reuniones del Alto Mando convocadas por el Führer: Klaus Philipp María Schenk, conde de Stauffenberg. Había combatido en diversos frentes, y en Túnez, tras resultar herido por una mina, perdió el ojo izquierdo, la mano derecha y dos dedos de su mano izquierda. El 20 de Julio está citado para un encuentro de la cúpula militar en el cuartel general de Hitler conocido como Wolfsschanze (Guarida del Lobo), en Rastenburg (Prusia Oriental). El joven coronel Stauffenberg debe asistir para informar sobre la situación en el frente del Este y se presenta portando un explosivo escondido en su maletín. En lugar del búnker subterráneo habitual, que está siendo reformado, la reunión tendrá lugar en la Gastbaracke, una ligera construcción de madera iluminada por ventanas. Stauffenberg entra en la sala y coloca su cartera de mano con la bomba bajo la mesa, apoyada en el costado interior de uno de los montantes de madera maciza que la sostienen, unos dos metros a la derecha de los pies de Hitler. Después abandona la estancia presentando la excusa de telefonear. El coronel Brand tropieza con la cartera y la aparta un par de metros, lo suficiente para cambiarla hacia el lado exterior del soporte. Cuando la explosión se produce, Stauffenberg contempla, desde fuera del recinto, cómo el techo salta por los aires. Hitler ha muerto, seguro. Y marcha a Berlín, ignorando que ha fallado en su intento. El lugar de la reunión queda arrasado. Cuatro oficiales han muerto y ocho resultan gravemente heridos. Hitler está magullado y con los tímpanos dañados, pero ha sobrevivido. El atentado le reafirma en su idea de que la providencia le protege y le conducirá a la victoria, su supervivencia es una señal divina y un castigo total a sus enemigos. En realidad, la suerte jugó en contra de los conspiradores. El imprevisto de que la reunión no se celebrara en el búnker, sino en un despacho con las ventanas abiertas, redujo los efectos de la honda expansiva. La mesa, un sólido mueble de madera de roble, actuó como escudo protector. Además, Stauffenberg se vio apremiado por un militar sin rango y dejó atrás, sin poder entrar en la reunión, a su ayudante de campo que portaba una segunda bomba. El atentado plantea un debate de permanente discusión: el tema de la resistencia alemana contra el nazismo. La realidad de los hechos demuestra que la hubo, en unas condiciones casi imposibles y, por eso mismo, más meritoria. Que si bien existió, la oposición alemana al régimen nazi puede considerarse pequeña. Conforme avanzaba la guerra, el núcleo de conspiradores fue creciendo. Los brotes anti-hitlerianos fueron muy reducidos y, sobre todo, minoritarios. En el caso del 20 de Julio, de la vieja nobleza militar que se alimentaba de linajes prusianos. Unos aristócratas que se consideraban a sí mismos los guardianes del honor alemán, muy elitistas, educados para dirigir su país y nada demócratas en el sentido actual del término. Su desconexión con el sentir del pueblo se hizo por ello evidente.
El complot del 20 de julio, lejos de conseguir que Hitler y el grupo dirigente nazi fueran conscientes de lo insostenible que resultaba la situación, de la existencia de un fuerte núcleo de opositores y de la grieta que se iba abriendo, fue explotado por ellos para imponer nuevos sacrificios al pueblo alemán, para estimular sus restos de energía hacia un supremo esfuerzo de resistencia fuera de toda previsión razonable.

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